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32 tes, los efluvios primaverales, pero la renovación interior que esperaba no se operó. Aquella encantadora natura– leza no tuvo para él más que palabras melancólicas. Había creído que la brisa de aquel paisaje amado se llevaría consigo los últimos estremecimientos de la fie– bre, y en cambio sentía en su corazón un desaliento mil veces más penoso que el mal físico. Se le ofreció de golpe el vacío lamentable de su propia vida; quedó asustado de esa soledad de un alma elevada, en la cual no hay altar. Los recuerdos de su vida pasada le asaltaron con in– soportable amargura; se disgustaba de sí mismo; sus pri– meras ambiciones le parecían ahora ridículas o despre– ciables. Quedó sometido al peso de un sufrimiento nuevo. En tales horas de angustia moral, el hombre busca un refugio en el amor o en la fe. Por desgracia, la familia y los amigos de Francisco eran incapaces de comprenderle. En cuanto a la reli– gión, no pensó por entonces ·buscar en ella el bálsamo espiritual para curar sus llagas. A fuerza de santa vio– lencia debía llegar a la fe pura y viril, pero el camino es largo, lleno de obstáculos, y en el momento .en que es– tamos, no se había aventurado en él; ni sospechaba su existencia; sabe tan sólo que los placeres conducen a la nada, a la saciedad y al desprecio de sí mismo. Lo sabía, y con todo se arrojó de nuevo en ellos. Nuestro cuerpo es tan débil, tan inclinado a andar por las sendas ya recorridas, que a ello se abandona por sí mismo si no le detiene una voluntad enérgica. Fran– cisco, desilusionado, retornó a su primer modo de vida. ¿ Quiso distraerse, olvidar aquella tarde de amargo desvarío? Habría que creerlo a juzgar por el ardor con que se empeñó en sus nuevos proyectos. Se le presentó al fin ocasión de realizar sus sueños de gloria: un caballero de Asís, quizás un compañero suyo de cautiverio en Perusa, se aprontaba a partir para la Apulia, bajo las órdenes del conde Gentile. Este debía unirse a Gualterio de Brienne, que luchaba en el Medio• día de Italia por cuenta de Inocencio III,

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