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323 -He hecho mi deber -dijo a los hermanos-, ¡que el Cristo ahora os enseñe el vuestro! Esto pasaba le jueves 1 Q de octubre. Se le colocó en su lecho y, para conformarse a sus deseos, se le cantó de nuevo el Cántico del sol. Las visitas de la muerte son siempre solemnes, pero el fin de los justos es el más conmovedor sursum corda que se puede oír sobre la tierra. Las horas pasaban y los hermanos no le abandonaban: -¡Ay, buen Padre! -le dijo uno de ellos, incapaz dé contenerse por más tiempo-, vuestros hijos van a perde– ros y a quedar privados de la verdadera luz que los ilu– minaba; acordáos de los huérfanos que dejáis y perdo– nadles todas sus faltas, dadles a todos, presentes y ausen– tes, la alegría de vuestra santa bendición. -He aquí -dijo el moribundo- que Dios me llama. Perdono a todos mis hermanos, presentes y ausentes, sus ofensas y sus faltas y les absuelvo según mi poder. Así se lo anuncio y los bendigo a todos por mi parte. Después, cruzando los brazos, apoyó las manos sobre los que le rodeaban. Lo hizo con efusión particular para Bernardo de Quintavalle: -Quiero y recomiendo con todo mi poder -dijo- a todo aquel que llegue a ser ministro general de la Orden, amarle y honrarle como a mí mismo; que los provinciales y todos los hermanos obren con él como conmigo. Pensó no sólo en los hermanos ausentes sino también en los futuros; el amor superabundaba de tal modo en él, que le arrancó una queja; la pena de no poder ver a todos los que ingresarían en la Orden hasta el fin de los siglos, para posar su mano sobre sus frentes y hacerles sentir esas cosas que sólo puede decir la mirada de aquel que ama en Dios. Perdió la noción del tiempo: creyendo que todavía era jueves, quiso tomar su última comida con sus discí– pulos. Se le trajo, pan, lo rompió, lo repartió, y en la pobre cabaña de la Porciúncula fué celebrada, sin altar y sin sacerdote, la Cena del Señor.

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