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322 hecho así todo lo que le era posible por todos los que iba a abandonar, pensó un instante en sí mismo. Había conocido en Roma una piadosa dama llamada Jacoba de Settesoli. Aunque rica, era simple y buena, por completo consagrada a las ideas nuevas; hasta el lado un poco extraño del carácter de Francisco le gus– taba. Le dió un anillo que había sido para ella un com– pañero inseparable. Por desgracia, todo lo relativo a esa mujer sufrió mu– chos cambios posteriores por la leyenda. La conducta completamente nueva del santo -eon las mujeres ha des– concertado mucho a sus biógrafos; de ahí tantos comen– tarios pesados y enredados dedicados a episodios de deli– ciosa simplicidad. Antes de morir, Francisco deseó ver a aquella amiga que él llamaba, sonriendo, hermano Jacoba. Le hizo es– cribir para que viniera a la Porciúncula: se adivina el desconcierto de los biógrafos ante aquella invitación tan poco monástica. Pero la buena dama se había adelantado a su llamado; en el momento en que el mensajero encargado de la carta iba a partir para Roma, Jacoba llegó a la Por– ciúncula y allí se quedó hasta el último suspiro del santo. Por un instante la dama estuvo por enviar a Roma a sus acompañantes y servidores, pero Francisco la aconsejó que no lo hiciera. Esta vez sentía, a no dudar, que su cautividad llegaba a su fin. . Estaba pronto, había concluido su obra. Recordó entonces el día en que maldecido por su padre había renunciado a todo bien terrestre y gritado a Dios con inefable confianza: ¡Padre Nuestro que estás en los cielos! .Quiso terminar su vida por un acto simbólico que recuerda mucho la escena del obispado. Se hizo despojar de sus ropas, y pidió que le acostaran en el suelo, porque quería morir en los brazos de su Dama la Pobreza. Abarcó en un pensamiento los veinte años que habían pasado desde su unión.

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