BCCCAP00000000000000000000793

313 -Yo no soy cobarde -replicó Francisco sonriendo– para tener miedo de la muerte. Por la gracia del Es– píritu Santo, estoy tan íntimamente unido a Dios que estoy igualmente contento de morir o vivir. -En ese caso, padre mío, desde el punto de vista mé– dico, vuestro mal es incurable, y no creo que paséis más allá de los primeros días de otoño. A estas palabras, el pobre enfermo extendió las manos como para llamar a Dios, y gritó con indecible expresión de alegría: -¡Hermana Muerte, sed bienvenida! Después se puso a cantar .e hizo llamar a los herma– nos Angel y León. A su llegada debieron, a pesar de su emoción, entonar el Cántico del sol. Estaban en la doxo– logía final cuando Francisco, deteniéndolos, improvisó el saludo a la muerte: "Alabado seáis, Señor, por nuestra hermana la muerte [corporal, a la que ningún hombre puede escapar; desgraciados los que mueren en estado de pecado mortal, felices los que se hallen en conformidad con vuestras muy [santas voluntades, porque la segunda muerte no les hará ningún mal." A partir de aquel día, no dejaron de oírse sus cantos en el obispado. A cada instante, hasta durante la noche, recomenzaba él mismo el Cántico del sol o alguna otra de sus composiciones preferidas. Cuando él se fatigaba pedía que siguieran los hermanos Angel y León. Un día, el hermano Elías creyó que debía hacer algu– vaciones. Temía que los guardias y las gentes de la vecin– dad se escandalizasen: ¿un santo no debe recogerse ante la muerte y esperarla con temor y temblando en vez de abandonarse a una alegría que podría ser mal interpre– tada? Tal vez el obispo Guido no fué extraño a esos re– proches; no parece improbable que la obstrucción de su palacio por los Hermanos Menores durante tantas serna-

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz