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312 El verano tocaba a su fin. Después de algunos días de respiro relativo, los sufrimientos de Francisco se hi– cieron más intensos que nunca: incapaz de hacer un mo– vimiento, hasta pensó que debía renunciar a su ardiente deseo de volver a ver San Damián y la Porciúncula e hizo a los hermanos sus recomendaciones para este úl– timo santuario. -No lo abandonéis jamás -les repetía-, porque ese lugar es verdaderamente sagrado; es la casa de Dios. Le parecía que si los hermanos quedaban unidos a aquel rincón de tierra, a aquella capilla de diez pasos de largo, a aquellas chozas cubiertas de cañas y rastrojos, tendrían siempre presente el recuerdo vivo de la pobreza de los primeros tiempos y no podrían traicionarlos. Una tarde su estado empeoró con :llorrorosa rapidez; toda la noche siguiente tuvo vómitos de sangre, que no dejaban ninguna esperanza: acudieron los hermanos, les dictó algunas líneas bajo forma de testamento y despu~s los bendijo: -Adiós, hijos míos, permaneced todos en el temor de Dios, quedad siempre unidos al Cristo; grandes pruebas os están reservadas y la tribulación se aproxima. Felices los que perseverarán como comenzaron; porque habrá es– cándalos y escisiones entre vosotros. En cuanto a mí, me voy hacia el Señor y hacia mi Dios. Sí, tengo la segu– ridad que voy hacia Aquel a quien he servido. Los días siguientes, con gran sorpresa de sus herma– nos, hubo de nuevo mejoría en su estado; nadie podía comprender la resistencia que oponía a la muerte aquel cuerpo herido desde hacía tanto tiempo por el sufri– miento. El mismo hallaba alguna esperanza. A un médico de Arezzo, que lo visitó y a quien Francisco conocía mucho, le preguntó: -Buen amigo, ¿cuánto piensas que podré vivir to– davía? -Padre mío, 'todo esto pasará, si place a Dios - respondió su interlocutor para tranquilizarle.

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