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310 nadas (1); Francisco no olvidaba a su amiga de San Da– mián. Enterado de cuán inquieta estaba con su enfer– medad, quiso tranquilizarla: él mismo se ilusionaba sobre su estado, y la escribió prometiendo ir pronto a verla. Agregó a esa seguridad algunos consejos afectuosos, invitándola a ella y a sus compañeras a no exagerar las maceraciones. Para darles ejemplo de alegría, agregó a su carta una laude en lengua vulgar que él mismo había puesto en música. Desde aquella habitación del palacio episcopal en que se encontraba como prisionero, acaba de obtener un nuevo triunfo, y era ello, sin duda, lo que había inspirado su alegría. El obispo de Asís, el irritable Guido, siempre en guerra con alguien, lo estaba esta vez con el podestá de la ciudad: no se necesitaba otra cosa para causar turbación profunda en la vida de. una pequeña ciudad medieval. Guido había excomulgado al podestá de la ciudad, y éste proclamó la prohibición de vender o com– prar nada a los eclesiásticos y de hacer con ellos con– trato alguno. La querella iba enardeciéndose; y nadie pensaba en intervenir para intentar una reconciliación. El dolor de Francisco viendo todo eso tuvo que ser mayor recordando que su primer esfuerzo fué establecer la paz en su ciudad natal, y desde que consideraba el retorno de toda Italia a la unión y a la concordia como uno de los fines esen– ciales de su apostolado. La guerra en Asís era el derrumbe definitivo de su sueño, y la voz de los acontecimientos le gritaba brutal– mente: ¡Has perdido tu vida! Esta hez del cáliz le fué evitada, gracias a una ins– piración en que resplandece de nuevo la fantasía de su carácter. Agregó una nueva estrofa al Cántico del sol: (1) No hay que desesperar de hallarlos. Los archivos de los mo– nasterios de las Clarisas son por lo general bastante rudimentarios, pero conservados con cuidado piadoso.

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