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305 que enseñéis a todos que él sólo es todopoderoso. Perse– verad en la disciplina y en la obediencia, y lo que le habéis prometido mantenedlo con buena y firme vo– luntad." Después de esta entrada en materia, Francisco pasa en seguida a la recomendación esencial de su carta, la del amor y del respeto debidos al sacramento del altar; la fe en ese misterio de amor se le presentaba, en efecto, como la salvación de la Orden. ¿Se equivocaba? Un hombre que cree verdaderamente en la presencia real del Hombre-Dios entre los dedos del sacerdote que levanta la hostia, ¿podría no consagrar su vida a ese Dios y a la santidad? Costará mucho pensarlo. Es verdad que legiones de devotos profesan la fe más absoluta en ese dogma, y no se ve que sean menos malos; pero la fe para ellos es de orden intelectual, es la abdi– cación del racionamiento, e inmolando a Dios su inteli– gencia son muy felices de ofrecerle un instrumento que prefieren no emplear. Para Francisco la cuestión se presentaba de otro mo– do: no podía nacer en su espíritu la idea de que pu– diera haber algún mérito en creer en ello; el hecho de la presencia real era para él de una evidencia casi con– creta. Así su fe en ese misterio era un esfuerzo de su co– razón, para que la vida del Dios, misteriosamente pre– sente sobre el altar, se convirtiera en la savia de todas sus acciones. A la transubstanciación eucarística operada por las palabras del sacerdote; él agregaba otra, la de su corazón. "Dios se nos ofrece como a sus hijos. Por eso os ruego, a vosotros todos, hermanos míos, besándoos los pies, y con todo el amor de que soy capaz, de tener por el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesús-Cristo todo el respeto y todo el honor que podáis." Más lejos, dirigiéndose en particular a los sacerdotes: "Escuchad, hermanos míos, si la bienaventurada Vir– gen María es honrada a justo título por haber llevado a Jesús en su seno, si Juan Bautista tembló porque no se

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