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303 labras, no eran más que instrumentos entre las manos del hábil hermano Elías; y éste no hacía más que poner su inteligencia y su habilidad al servicio del cardenal Hugolino. Bien lejos de hallar algún consuelo alrededor de sí, Francisco se veía sin cesar atormentado por las confi– dencias de sus compañeros que, llevados por un equivo– cado celo, avivaban su dolor en vez de calmarlo. -Perdonadme, Padre mío -le dijo un día uno de ellos-, pero lo que quiero deciros muchos ya lo han pensado: bien sabéis cómo antes, por la gracia de Dios, la Orden entera marchaba por el sendero de la perfec– ción; en lo que atañe a la pobreza y al amor, como para todo lo demás, los Hermanos sólo tenían un corazón y un alma. Pero desde hace algún tiempo todo ha cam– biado mucho: es verdad que a menudo los Hermanos se excusan diciendo que la Orden ha crecido demasiado para mantener las antiguas observancias; se ha llegado hasta pretender que las infidelidades a la Regla, tales como la construcción de grandes monasterios, son una fuente de edificación para el pueblo, así que la simplicidad y la pobreza primitivas para nada son tenidas en cuenta. Evidentemente todos esos abusos os disgustan; entonces, ¿por qué los toleráis? -Que Dios te perdone, hermano mío -respondió Francisco-. ¿Por qué acusarme así de cosas sobre las que nada puedo? Mientras tuve la dirección de la Orden y los Hermanos perseveraron en su vocación, conseguí, a pesar de mi debilidad, hacer lo necesario; pero cuando vi que, sin cuidarse de mis exhortaciones y de mis ejem– plos, avanzaban en el camino que tú has indicado, los confié al Señor y a los ministros. Es verdad que cuando renuncié a su dirección, alegando por motivo mi inca– pacidad, si hubieran seguido según mis deseos, hubiera querido que hasta mi muerte me hubieran tenido por su ministro: enfermo, debiendo guardar cama, hallé la fuerza de llenar los deberes de mi cargo. Pero este cargo 1es enteramente espiritual, no quiero convertirme en ver-

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