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300 drés ante un ciudadano de Amalfi, y en seguida le oiréis gritar: ¡Evviva San Andrea! ¡Evviva San Andrea!, y después, con volubilidad extraordinaria, os · contará la leyenda del Grande Protettore, sus milagros pasados y presentes, los que podría hacer si quisiera, pero que evita hacer por caridad porque San Jenaro de Nápoles no podría hacer otro tanto. Se agita, se exalta, os sa– cude, más entusiasta de su reliquia y más exasperado ante vuestra frialdad que un soldado de la vieja guardia ante un enemigo del emperador. En el siglo XIII toda Europa era así. Algunos de los hechos recordados parecerían cho– cantes y hasta increíbles, si nos olvidáramos de colocar– los en su medio y en su tiempo. Francisco fué instalado en el obispado; habría pre– ferido ser llevado a la Porciúncula, pero los Hermanos debieron obedecer a las imposiciones de la multitud, y para colmo de seguridad se pusieron guardias en las proxin1idades del palacio. La estada del santo allí fué mucho más larga de lo que se presumió. Tal vez haya durado de julio a sep– tiembre. Aquel agonizante no se decidía a morir. Se rebelaba contra la muerte: en el centro de la obra, sus preocupaciones por el porvenir de la Orden, lejanas al– gunos días antes, retornaron más angustiosas y más terribles. "E:S necesario volver a empezar de nuevo -pensa– ba-; crear una nueva familia que no olvide la humil– dad, que sirva a los leprosos, y, como antes, se ponga siempre no sólo en palabras, sino realmente, por de– bajo de todos los hombres." Sentir cumplirse el implacable trabajo de la destruc– ción, contra el cual hasta los más sumisos no dejan de protestar: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué?, ¿por qué me habéis abandonado?"; tener que contemplar la des– composición más terrible de su Orden; él, la alondra, ser vigilado por soldados que velaban sobre su cadáver, eran hechos que tenían que causarle una tristez!;I, mortal.

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