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28 dencia común, era precaria e ilusoria. El sucesor de Bar– barroja, Enrique VI (1183-1196) impuso a Italia un yugo de hierro, y quizás habría podido asegurar al Imperio la dominación si su obra no hubiera sido bruscamente detenida por la muerte prematura. Sin embargo, no habría podido encadenar las ideas. El movimiento comunal que agitaba al norte de Fran– cia repercutía más allá de los Alpes. Aunque ciudad secundaria, Asís no había quedado atrás en las grandes luchas por la independencia. Fué duramente castigada, perdió sus franquicias y debió so– meterse a Conrado de Suabia, duque. de Espoleta. Pero cuando Inocencia III ascendió al trono pontifi– cal (8 de enero de 1189), el anciano duque se sintió per– dido; le ofreció dinero, hombres, su fe; el Pontífice todo lo rehusó: no había querido aparecer ayudando a los tudescos que tan odiosamente habían invadido el país. Conrado de Suabia-tuvo que entregarse a merced e ir a Narni para hacer su sumisión entre las manos de dos cardenales. Como gentes prácticas, los vecinos de Asís no duda– ron ni un instante: desde que el conde se puso en mar– cha para Narni, se precipitaron al asalto del castillo. No les detuvo la llegada de los enviados encargados de tomar posesión del castillo como dominio pontifical; no dejaron piedra sobre piedra. Con increíble rapidez levantaron alrededor de su. ciu– dad una muralla en píedra, subsistente en parte todavía, y que por sus masas imponentes demuestra el vigor y la energía con que debió trabajar en ello toda la po– blación. ¿No es lógico pensar que Francisco, que tenia entonces diecisiete años, debió ser uno de los más valientes obreros de aquellas gloriosas jornadas en que adquirió el hábito de transportar piedras y manejar la pala que debían serle tan útiles pocos años después? Por desgracia, sus compatriotas no supieron aprove-

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