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295 rápidamente, y antes de que él llegara a Rieti, la po– blación salió a su encuentro. Para eludir esta entusiasta acogida fué a pedir hos– pitalidad al sacerdote de San Fabián. Esta pequeña igle– sia, hoy conocida con el nombre de Nuestra Señora de la Selva, se halla algo apartada del camino, sobre un verde cerro a una legua, poco más o menos, de la ciudad. Fué muy bien recibido y deseó permanecer allí algún tiempo, tanto que, como los días pasaban, los prelados y devotos comenzaron a afluir. Era el tiempo de las primeras uvas. Es fácil adivinar la emoción del sacerdote al ver los estragos que los visi– tantes hacían a su viña, la fuente más clara de sus ren– tas, pero exageraba, sin duda, los destrozos. Francisco le oyó un día manifestar su malhumor: -Padre mío -le dijo-, es inútil atormentaros por lo que no podemos impedir; pero dime: ¿cuánto vino más o menos recoges? -Cuatro medidas - dijo el sacerdote. -Pues bien, si recoges menos de veinte, me encargo de procuraros la diferencia. Esta promesa tranquilizó al pobre hombre, y cuando llegó la vendimia, recogió veinte medidas, lo que le obligó a creer en un milagro. Sin embargo, Francisco, a instancias de Hugolino, ha– bía aceptado la hospitalidad del obispado de Rieti: Tomás de Celano se extiende con complacencia sobre las prue– bas de devoción que este príncipe de la Iglesia le pro– digó. Desgraciadamente todo eso está escrito en un estilo pomposo y confuso, cuyo secreto parece ser ·exclusivo de diplomáticos y eclesiásticos. Francisco pasaba en vida al estado de reliquia. Al– rededor de él se manifestaba, en todo su exceso, la manía de los amuletos. Se disputaban no sólo sus vestidos, sino hasta sus cabellos y los cortes de sus uñas. ¿Le repugnaban esas demostraciones puramente ex– teriores? ¿Pensaba a veces en el contraste que había entre esos honores rendidos a su cuerpo, que pintoresca-

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