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294 El camino va recto hacia esa ciudad, pasando entre dos lagos minúsculos; de tanto en tanto se desprenden de él caminitos que conducen a aldeas, rodeadas de te– rrenos cultivados, al borde de las selvas: Stroncone, Greccio, Cantalice, Poggio-Bustone y otros villorrios ín– fimos, que han dado a la Iglesia más santos que toda una provincia de Francia. Entre los habitantes del país y sus vecinos de la Um– bría propiamente dicha, la diferencia es extrema: tienen todos el tipo tan acusado de los campesinos de la Sabinia y siguen siendo hoy completamente ajenos a las costum– bres nuevas. Allí se nace capuchino, como antiguamente nacían soldados, y el viajero ha de tener atención para no tratar de Reverendo Padre a todos los hombres que encuentra. Francisco había recorrido con frecuencia esa comarca en todas direcciones. Como su vecina la montañosa Mar– ca de Ancona, estaba particularmente preparada para re– cibir el evangelio nuevo. En aquellas ermitas de simpli– cidad inverosímil, colgadas por todos lados próximos a los pueblos, sin ninguna preocupación del recreo mate– rial -pero siempre sobre puntos desde donde la vista se extiende sobre el más vasto horizonte-, debía perpe– tuarse una raza de Hermanos Menores apasionados, arro– gantes, obstinados, casi salvajes, que no comprendieron bien a su Maestro, que no alcanzaron su bondad exqui– sita, su incapacidad de odiar, sus sueños de renovación política y social, su poesía y su delicadeza, pero que com– prendieron al menos al amante de la naturaleza y de la pobreza. Hicieron más que comprenderle: vivieron su vida, y desde aquella fiesta de Navidad celebrada en los bosques de Greccio hasta hoy, fueron siempre los repre– sentantes ingenuos y populares de la estricta Observan– cia. De esa región nos ha llegado, con la Leyenda de los Tres Compañeros, el retrato más vivo y más verdadero del Poverello, y allí, en una celda de tres pasos de largo, Juan de Parma fué a terminar sus apocalípticas visiones. La noticia de la llegada de Francisco se propagó muy

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