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290 a la cólera paterna, y sobre todo el santuario con el crucifijo misterioso de la hora decisiva. Al revivir esas imágenes del pasado radiÓso, Francisco exasperaba más su dolor; pero todo no hablaba sólo de muerte y de dolor. Clara estaba allí, tan decidida, tan ardiente como nunca. Transfigurada en otro tiempo por la admiración, ahora lo era por la compasión. Sentada a los pies de aquel a quien amaba· más de lo que se ama sobre la tierra, sentía las tristezas de su alma y el agotamiento de su corazón. ¡Qué importa ante eso que los sollozos de Francisco redoblasen hasta enceguecerlo durante quince días! Venía el apaciguamiento, la virgen consoladora iba a devolverle la serenidad. Desde luego que decidió retenerle en San Damián, poniéndose ella personalmente en la tarea de prepararle con cañas una gran celda en el jardín del monasterio, a fin de que él tuviera plena libertad de sus movimientos. ¿Cómo rehusar una hospitalidad tan franciscana? Lo fué demasiado porque legiones de ratas infestaban aquel rincón; por la noche se paseaban hasta por encima de la cama de Francisco con ruido infernal, tanto que en medio de sus sufrimientos Francisco no podía hallar nin– gún reposo. Pero olvidaba bien pronto todo aquello, al lado de su amiga. Una vez más ella le devolvía la fe y el valor. ¡Un rayo de sol, decía Francisco, basta para disipar espesas tinieblas! Sin embargo, el hombre de los antiguos días se des– pertaba poco a poco en él, y a veces las hermanas oían, mezclándose al murmurio de pinos y olivos, el eco de can– tos desconocidos que parecían venir de la celda de cañas. Un día estaba sentado a la mesa del monasterio des– pués de una larga conversación con Clara. Apenas habían empezado a comer, cuando de golpe pareció arrebatado en éxtasis. -¡Laudato sia lo Signare! - gritó al volver en sí. Acababa de compqner el Cántico del sol.

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