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286 Se puso en camino muy de mañana. Francisco, des– pués de haber hecho sus recomendaciones a los herma– nos, tuvo una mirada y una palabra para todos; para las rocas, para las flores, para los árboles, para el hermano halcón, privilegiado que tuvo siempre autorización de en– trar en su celda y que, cada mañana, venía con las pri– meras luces del alba a recordarle la hora del oficio. Después Francisco y su compañía tomaron el sendero de la Foresta. Llegado a su cima, desde la que se puede arrojar una mirada al Alverno, Francisco descendió del caballo, se arrodilló y dijo: -Adiós, montaña de Dios, montaña santa, mons coa– gulatus, mons pinguis, mons in quo bene placitum est Deo habitare; adiós, monte Alverno, que Dios te bendiga, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; la paz sea contigo, jamás nos volveremos a ver. ¿Esa escena tan ingenua no tiene una dulzura deli– ciosa y penetrante? Esas palabras, en las que de golpe el italiano no le basta a Francisco, y en las que se ve obligado a recurrir al lenguaje místico del breviario para expresar sus sentimientos, han debido realmente ser pro– nunciados por él. Algunos instantes después, la roca del éxtasis había desaparecido. El descenso al valle se efectuó rápidamente. Los hermanos habían decidido ir a pasar la noche en Monte Acuto, llamado también Montanto, donde vivía el conde Alberto Barbolani, que San Francisco había reci– bido en la Orden Tercera, y al cual dejó su túnica como recuerdo. Al día siguiente se reinició la marcha para Monte Ca– sale, la pequeña hermita arriba de Borgo San Sepolcro. Todos, hasta los que debían permanecer en el Alverno, seguían todavía al Maestro. En cuanto a él, absorbido por el sueño interior, estaba completamente ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, y sin darse cabal cuenta del ruidoso entusiasmo que excitaba su paso en los pue– blos numerosos de los alrededores del Tíber.

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