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283 samiento del Maestro, que, algunos años después., lanzó este grito de un misticismo que no ha sido alcanzado jamás: "He sido crucificado con el Cristo y vivo ... o más bien yo no vivo, es el Cristo que vive en mí". Estas palabras no son en él una exclamación aislada, es el cen– tro mismo de su conciencia religiosa, y llegará a decir, con riesgo de escandalizar a muchos cristianos: "Ter– mino en mi carne lo que falta a los sufrimientos del Cristo para su cuerpo que es la Iglesia". Quizás era necesario entrar en estos detalles para mos– trar hasta qué punto Francisco, durante los últimos días de su vida, en que renovó en su cuerpo la pasión del Cristo, se une a la tradición apostólica. En las soledades del Alverno, como otras veces en San Damián, Jesús se le presentó en su figura de crucificado, de hombre de dolor. Que esas efusiones nos hayan sido transmitidas bajo una forma poética e inexacta, nada tiene de sorprenden– te; lo contrario es lo que debería extrañarnos. Hay en el paroxismo del amor divino, ineffabilia que, lejos de po– derse contar o hacer comprender, apenas si se pueden re– cordar a sí mismo. Francisco se halló en el Alverno más absorbido que de costumbre por su ardiente deseo de sufrir por Jesús y con él. Sus ideas se deslizaban entre los ejercicios pia– dosos en el humilde santuario levantado en la montaña, y la meditación en medio de las selvas. Se olvidaba a veces de la Iglesia, y permanecía muchos días solo, en algún antro de las rocas, repasando en su corazón los recuerdos del Gólgota. Otras veces se quedaba largas horas al pie del altar, leyendo y releyendo el Evangelio y suplicando a Dios que le mostrara la senda que debía seguir. El libro se abría casi siempre en el relato de la Pasión, y esta simple coincidencia, bien explicable sin embargo, bastaba para llenarle de turbación. La visión del Crucificado se apoderaba más completa– mente de todas sus facultades al acercarse el día de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre), fiesta hoy ol-