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282 los documentos ofrecen, y no intentemos violentarlos para arrancarles lo que no dicen, lo que no pueden contar. Nos muestran a Francisco atormentado por el porve– nir de la Orden, y pbr una inmensa necesidad de hacer nuevos progresos espirituales. Estaba devorado por la fiebre de los santos, esa ne– cesidad de inmolación que arrancaba a Santa Teresa el grito apasionado: "¡Sufrir o morir!". Se reprochaba amargamente no haberse sentido digno del martirio y no haber podido darse por Aquel que se dió por nosotros. Tocamos aquí uno de los elementos más poderosos y más misteriosos de la vida cristiana. Puede ser muy bien que no se le comprenda, no hay que negarlo por eso. Es la raíz del verdadero misticismo. La gran novedad aportada por Jesús al mundo, ha sido que sintiéndose en perfecta unión con el Padre celeste, ha invitado a todos los hombres a unirse a él, y por él a Dios: "Soy la cepa y vosotros los sarmientos: quien queda en mí y en quien yo quedo dará muchos frutos, porque sin mí nada podéis hacer". El Cristo no sólo ha predicado esa unión, ha dado la sensación de ella. En la tarde de su último día insti– tuyó el sacramento de esa unión, y no existe secta al– guna que niegue que la comunión es a la vez símbolo, principio y fin de la vida religiosa. Desde hace veinte siglos, los cristianos divididos sobre todo lo demás, no pueden dejar de mirar todos hacia aquel que instituyó el rito de los tiempos nuevos. La víspera de su muerte, tomó el pan, lo rompió y lo distribuyó diciendo: -Tomad y comed, porque esto es Mi Cuerpo. Jesús, presentando la unión con él como el fondo mis– mo de la vida nueva, se preocupó de señalar a sus her– manos que esa unión era ante todo la participación en sus trabajos, en sus luchas y en sus sufrimientos: "Que aquel que quiere ser mi discípulo cargue con su cruz y me siga". San Pablo penetró también a este respecto en el pen-

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