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280 teos. Revoloteando alrededor de Francisco, se posaban sobre su cabeza, sobre sus hombros o en sus brazos. -Veo -dijo muy gozoso a sus compañeros- que place a nuestro Señor Jesús-Cristo que habitemos en este monte solitario, porque nuestros hermanos y nuestras hermanas los pájaros han manifestado alegría al vernos. Esa montaña fué a la vez su Tabor y su Calvario; no hay, pues, que extrañarse que las leyendas hayan flo– recido aquí mucho más numerosas que para las otras épocas de su vida; la mayor parte poseen el encanto de las florecillas rosadas y odoríferas púdicamente agaza– padas a los pies de los abetos del Alverno. En la meseta las tardes de verano son de una belleza sin igual; la naturaleza, como ahogada por los ardores del sol, parece respirar de nuevo. En los árboles, detrás de la roca, sobre el césped, mil voces despiertan y se ar– monizan dulcemente con el murmureo de los grandes bos– ques, pero entre todas esas voces ninguna se impone o fuerza nuestra atención; es una melodía que se goza sin oírla. Dejáis errar vuestras miradas sobre el horizonte que el sol poniente ilumina durante largas horas, con tintes hieráticos, y las cimas de los Apeninos, irisadas de luz, inundan nuestras almas con lo que el poeta francis– cano llamaba la nostalgia de las colinas eternas. Francisco sentía todo eso más que nadie. Desde la tarde de su llegada, sentado en un otero en medio de sus hermanos, les hizo sus recomendaciones para la perma– nencia allí. El recogimiento de la naturaleza habría bastado para arrojar en los corazones gérmenes de tristeza, y la voz del Maestro se armonizó con la emoción de los últimos res– plandores del día: les habló de su muerte próxima con el pesar del obrero sorprendido por la sombra de la tarde antes de la terminación de su tarea, con los suspiros de un padre que tiembla por el porvenir de sus hijos. Quería en lo sucesivo prepararse para la muerte por la oración y la contemplación; pidió a sus hermanos que le evitaran absolutamente la presencia de importunos.

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