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275 de los ángeles tan sólo se puede decir que la carne de nada sirve. Para la Edad Media una fiesta religiosa era, ante todo, una representación, más o menos fiel, del recuerdo que evocaba: de ahí los santones de la Provenza, las procesiones del Palmesel, los cenáculos del Jueves Santo, los caminos en cruz del Viernes Santo, el drama de la Resurrección el día de Pascuas, y las estopas inflamadas de la Pentecostés. Francisco era demasiado italiano para no amar esas fiestas, en las que todo lo que se contempla habla de Dios y de su amor. Las poblaciones de los alrededores de Greccio fueron, pues, convidadas, así como los hermanos de los monaste– rios vecinos. Por la tarde de la víspera de Navidad, se vió por todos los senderos a 1os fieles apresurarse hacia la ermita, empuñando antorchas y haciendo resonar las sel– vas con sus alegres cantos. . Todos estaban alegres, Francisco más que ninguno: el caballero había preparado un pesebre con paja, y traí– do un buey y un asno, que con su aliento parecían querer calentar al pobre, bambino transido de frío. El Santo, a la vista de este espectáculo, sintió correr sus lágrimas por las mejillas; no se hallaba en Greccio, su corazón estaba en Belén. Al fin se puso a cantar maitines; después comenzó la misa, en la que, como diacono, Francisco leyó el Evan– gelio. El simple relato de la leyenda sagrada, dicho por una voz tan dulce y tan ardiente, emocionó al numeroso auditorio: su voz poseía una ternura tan indecible que los asistentes todo lo olvidaron para revivir, también ellos, los sentimientos de los pastores de la Judea que acudie– ron a adorar al Dios hecho hombre, que nacía en un establo. Al finalizar del siglo XIII 1 el autor del Stabat Mater dolorosa, Jacopone de Todi, ese franciscano de genio que pasó en la prisión gran parte de su vida, compuso, inspi– rado por el recuerdo de Greccio, otro Stabat,. el de la ale-

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