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271 "Me place que enseñes a los hermanos la santa teolo– gía, siempre que por ese estudio el espíritu de piedad y oración, así corno se dice en la Regla, no corra riesgo de extinguirse. Adiós." Es difícil figurarse la rivalidad que había en aquella época entre Dominicanos y Franciscanos, para atraer a su respectiva Orden los maestros más ilustres. Se orga– nizaban pequeñas intrigas en que los devotos interve– nían, para inducir a tal o cual doctor famoso a tornar el hábito. Si el fin de San Francisco hubiera sido cientí– fico, los hermanos de Bolonia, de París y de Oxford no habrían podido obrar mejor. La corriente era tan fuerte que las antiguas Ordenes fueron también arrastradas: veinte años más tarde, los Cistercienses quisieron también convertirse en legistas, teé~ogos, decretalistas y lo demás. Quizás Francisco no percibió desde el principio la gra– vedad del peligro, pero ya era imposible la ilusión y se mostró entonces de implacable firmeza. Si más tarde se disfrazó su pensamiento fué necesario a los culpables golpes de prestidigitación exegética que no les honra: "Suponed -dice- que poseéis tanta sutilidad y ciencia como para saber todo, que conocéis todas las lenguas, el curso de los astros y todo lo demás, ¿por qué enorgulle– ceros de ello? Un solo demonio sabe mucho más sobre todo ello que todos los hombres de la tierra reunidos. Pero hay algo de qué es incapaz el demonio y que es la gloria del hombre: ser fiel a Dios". Se carece de indicaciones precisas sobre los capítulos de 1222 y 1223. Las modificaciones introducidas al pro– yecto de 1221 fueron discutidas por los ministros, y des– pués fijadas definitivamente por el cardenal Hugolino. Este mantuvo largas conferencias con Francisco, de las que él mismo nos ha conservado un recuerdo. Tuvieron por resultado la Regla de 1223. Se formó en seguida alrededor del origen de este documento un conjunto de relatos maravillosos que sería ocioso exami– nar en detalle; lo que hay que retener es el recuerdo que