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269 ir hasta el fondo de su alma, es necesario, para él como para Jesús, dar a esa palabra "dolores" su significación más amplia. Por su piedad cargaron con los sufrimien– tos físicos de la humanidad, pero lo que les abruma son otros dolores mucho más angustiosos: los del alumbra– miento de lo divino. Sufren porque en ellos el Verbo se hace carne, y en Getsemaní, como bajo los olivos de Greccio, agonizan ambos, "porque los suyos no los han recibido". Sí, San Francisco sintió el incesante trabajo de trans– formación que se cuµiplía en el seno de la humanidad marchando hacia su destino divino, y él se esforzó, hostia viva, para que en él tuviera lugar la misteriosa palinge– nesia. ¿Se comprende ahora su dolor? Tiembla por el mis– terio del Evangelio. Hay en él algo que recuerda el es– pasmo de la vida cuando percibe la muerte, espasmo tanto más doloroso por cuanto aquí. se trata de vida moral. Esto explica cómo el hombre que iba detrás deban– didos para convertirlos en discípulos, pudo ser inflexible con colaboradores, sin duda bien intencionados, pero que, por celo indiscreto, olvidaban su vocación y habrían transformado la Orden en un instituto científico. So pretexto de poner la ciencia al servicio de Dios y de la religión, la jerarquía eclesiástica de entonces exci– taba el peor de los vicios, el orgullo. ¿Hay que renunciar, preguntaba esa jerarquía, a arre– batar esa arma a los adversarios de la fe? ¿Puede alguien imaginarse a Jesús acudiendo a la escuela de los rabinos y, bajo pretexto de aprender a responderles, enerv:ar su pensamiento por las sutilidades de su dialéctica y las fantasmagorías de su exégesis? Habría sido seguramente un gran doctor, ¿pero habría sido el salvador del mundo? Nunca la ciencia fué más buscada y cortejada que en el siglo XIII. El Imperio y la Iglesia le pidieron ansiosa– mente argumentos para defender sus pretensiones recí– procas. Inocencio III envía a la Universidad de Bolonia la colección de sus Decretales y la colma de favores. Fe-