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265 -tan numerosas para el período precedente, como para el período que le siguió- nos hacen admitir que Fran– cisco abandonó la Porciúncula para refugiarse en la so– ledad e ir a vivir en las ermitas de la Umbría, que siempre le atrajeron tanto. Casi no hay una colina de Italia cen– tral que no haya conservado algún recuerdo de su paso. Entre Florencia y Roma no se puede marchar muchas horas por las montañ~s sin encontrar, en las cimas, ca– bañas que llevan su nombre o el de uno de sus discípulos. Hubo un momento en que fueron habitadas y que en chozas de ramas, Egidio, Masseo, Bernardo, Silvestre, Ju– nipero, y muchos otros cuyos nombres la historia no re– cuerda, recibieron la visita de su padre espiritual, que acudía para consolarlos. Le devolvían amor por amor y consuelo por consuelo. Su pobre alma tenía buena necesidad de ese amor y de ese consuelo, porque en sus largas noches de insomnio le ocurría a veces oír en el fondo de su corazón extrañas . voces; le ganaban el cansancio y la pena, y mirando hacia atrás se ponía a dudar de sí mismo, de Su Dama la Po– breza y de todo. Entre Chiusi y Radicofani, a una hora de marcha del pueblo de Sarteano, algunos hermanos arreglaron un abrigo que les servía de ermita, y prepararon para Fran– cisco una pequeña choza un poco apartada. En ella pasó una de las noches más dolorosas de su vida. Asaltado por la idea que exageraba el ascetismo y no contaba bastante sobre la bondad de Dios, lamentó de golpe el empleo que había hecho de su vida. El cuadro de lo que habría po– dido ser, de la vida de familia tranquila y feliz que hu– biera podido ser la suya, se le presentó con colores tan vivos, que se sintió desfallecer. Armado de su cuerda, se disciplinó hasta sangrar, sin que su visión desapareciera. En pleno invierno, una espesa capa de nieve cubría la tierra; salió de su choza desnudo, y tomando la nieve se puso a hacer una serie de figuras. -Mira -dijo luego-, ésta es tu mujer, detrás de
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