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261 dín e"an forzosamente muy limitados; cuando ya no que– daba otro remedio, Lucchesio tomaba unas alforjas y salía a mendigar, pero la mayor parte del tiempo ello era inútil, porque los pobres, viéndole tan laborioso y tan bueno, se contentaban mejor con algunas legumbres que con el más copioso almuerzo. Ante su bienhechor tan alegre en su privación, ellos olvidaban su propia mi– seria, y los murmullos habituales de estos desgraciados se transformaban en palabras de admiración y de reco– nocimiento. La conversión no había disuelto en él los lazos de familia: Bona Donna, su mujer, era el mejor de sus co– laboradores, y cuando en 1260 la vió que se extinguía poco a poco, su dolor fué demasiado fuerte para poder soportarlo: -Bien sabes, querida compañera -le dijo en el mo– mento en que acabó de recibir los últimos sacramentos-, cómo nos hemos amado mientras servíamos juntos al Señor Dios, ¿por qué no hemos de quedar unidos para volar hacia las alegrías inefables? Ayúdame. Quiero re– cibir, yo también, los sacramentos, e irme contigo al cielo. Dijo así, y llamó al sacerdote para ser administrado; después de haber retenido en sus manos las de su com– pañera, que agonizaba, y de haberla reconfortado con dulces palabras, cuando vió que su alma voló al cielo, hizo sobre sí mismo el signo de la cruz, se extendió en el lecho e invocando con el amor los nombres de Jesús, María y San Francisco, se durmió para la eternidad.

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