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260 consideraciones, y otras del mismo género, ocupan un lugar enteramente secundario en las páginas que de él quedan, como también en sus biografías. La vida evangélica, para él, es natural al alma. Quién la conozca, la preferirá; no tiene necesidad de ser pro– bada como el aire y la luz. Basta llevarla a los pri– sioneros para quitarles todo deseo de retornar a las pri– siones de la avaricia, del odio o de la futilidad. Francisco y sus verdaderos discípulos realizan, pues, la penosa ascensión de las grandes cimas, irresistible– mente dirigidos por la voz interior. El único recurso ex– traño que aceptan es el recuerdo de Jesús precediéndoles sobre las alturas y reviviendo misteriosamente bajo sus ojos por el sacramento de la Eucaristía. La carta a todos los cristianos, en que desbordan esas ideas, nos es un vivo recuerdo de las alocuciones de San Francisco a los Terciarios. Para imaginarnos a estos últimos bajo una forma completamente concreta, podemos recurrir a la leyenda del Beato Lucchesio, que según la tradición fué el primer Hermano de la Penitencia. Originario de una pequeña ciudad de Toscana, la abandonó para substraerse a los odios políticos, y fué a establecerse en Poggibonsi, no lejos de Siena, donde con– tinuó comerciando en granos. Ya rico, no le fué difícil acaparar los trigos para revenderlos en tiempo de ca– restía, y realizar así enormes beneficios. Pero bien pron– to, impresionado por las predicaciones de Francisco, me– ditó y dicidióse a distribuir toda su riqueza superflua a los pobres, y sólo conservó su casa con un jardincillo y un asno. Se le vió, desde entonces, dedicado al cultivo de aquel rincón y hacer de su casa una especie de hospedaje al que afluían pobres y enfermos. No sólo los recibía, sino que iba a buscarlos hasta en las marismas infestadas por la malaria, y retornaba casi siempre con un enfermo, que transportaba sobre sus espaldas, y precedido de su asno cargado con otro fardo semejante. Los recursos del jar-

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