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258 en su asociación, forzosamente un poco restringida, y que, según la palabra evangélica, debía ser la levadura del resto de la humanidad. En consecuencia, su vida era la vida apostólica seguida al pie de la letra, pero el ideal que predicaban era la vida evangélica, que Jesús había anunciado. Así como Jesús, tampoco San Francisco condenó la familia ni la propiedad; vió simplemente en ellas lazos de los que ha de verse libre el apóstol, pero el apóstol so– lamente. Si muy pronto espíritus enfermizos creyeron interpre– tar su pensamiento haciendo de la unión de los sexos un mal, y de todo lo que constituye la actividad física del hombre una caída; si desequilibrados han invocado su nombre para escapar a todos los deberes; si esposos se impusieron el ridículo martirio de la virginidad del lecho conyugal, en verdad no hay que hacer a Francisco responsable. Esos rastros de ascetismo contra natura provienen de las ideas dualistas de los Cátaros, y no del poeta ins– pirado que cantó a la naturaleza y a su fecundidad, que hacía a las palomas nidos, en que las invitaba a multi– plicarse bajo la mirada de Dios, y que imponía a sus her– manos el trabajo manual como un deber sagrado. Las bases de la corporación de los Hermanos y Her– manas de la Penitencia fueron muy simples: Francisco no aportaba al mundo una nueva doctrina; la novedad de su mensaje radicaba por entero en su amor, en su lla– mado directo a la vida evangélica, a un ideal de vigor moral, de trabajo y de amor. Hubieron bien pronto hombres, naturalmente, que no comprendieron esa belleza verdadera y simple, que ca– yeron en las prácticas y las devociones e imitaron lo exte– rior de la vida de los claustros en los cuales, por un~ causa o por otra, no pudieron refugiarse; pero sería injusto aceptar que así fueron los Hermanos de la Penitencia. ¿Recibieron de San Francisco una Regla? No puede saberse. La que se les dió en 1289 por el Papa Nicolás IV,

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