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246 ue sí mismo, y ello muy naturalmente, por una especie de instinto. A ese grado de misticismo, toda reglamen– tación no es sólo totalmente inútil, es casi una caída; es a lo menos síntoma de una duda. Aun en los amores terrestres cuando se ama verdaderamente, nada se pide ni se promete. La Regla de 1223 es, al contrario, un contrato bila– teral. Del lado divino, el llamado se ha convertido en una orden; del lado humano, el ímpetu de amor se ha convertido en un acto de sumisión, por el cual será me– recida la vida eterna. Hay en el fondo de todo esto la antinomia de la ley y del amor. Bajo el régimen de la ley, los mercenarios de Dios estamos obligados a un trabajo penoso, pero re– munerado al céntuplo y del que el salario constituye un verdadero derecho. Bajo el régimen del amor, somos hijos de Dios, y sus colaboradores; nos damos a él, sin cálculo, sin espe– ranza; seguimos a Jesús, no porque ello es bien, sino porque no podemos hacer de otro modo, porque hemos sentido que El nos ha amado y que a nuestra vez le amamos. Una llama interior nos arrastra irresistible– mente hacia él: Et Spiritus et Sponsa dicunt: Veni. Era necesario insistir un poco sobre la antítesis de esas dos reglas: la de 1210 es la única verdaderamente franciscana. La de 1223 es indirectamente obra de la Iglesia, intentando asimilarse el movimiento nuevo que a la vez transforma y desvía por completo. La de 1221 marca una etapa intermediaria. Es el encuentro de dos principios, o más bien de dos espíri– tus; se aproximan, se tocan, pero no se confunden; aquí o allí hay mezcla pero jamás combinación, de tal ma– nera que podría pensarse en separar los diversos ele– mentos. Ese mismo encuentro es el reflejo exacto de lo que ocurría en el alma de Francisco, y de la rápida evolución de la Orden. Se unió a él, para ayudarle en su trabajo, el hermano
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