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235 de aportar remedio a ella; bastaba con acudir a arro– jarse a los pies del Pontífice, implorar su bendición, sus luces y sus consejos. Tales reproches entremezclados con efusiones de amor y de admiración de ese prelado, que poseyó en grado pro– digioso el patético don de las lágrimas, debieron arrojar una turbación profunda en el corazón delicado de Fran– cisco. Su conciencia le daba buen testimonio, pero modesto corno lo son los espíritus superiores, no estaba lejos de pensar que había cometido muchas culpas. Tal vez fuera aquí el lugar de determinar el secreto de la amistad de estos dos hombres, que resulta tan ex– traña por muchos lados. ¿ Cómo pudo durar sin sombra hasta la muerte de San Francisco, mientras hallarnos a Hugolino corno inspirador constante del grupo que com– promete a sabiendas el ideal franciscano? La aclaración de esta cuestión es imposible. El mismo problema se plantea respecto del hermano Elías, sin que pueda darse con respuesta satisfactoria. Los hombres que poseen un corazón demasiado amante no pueden tener una inteli– gencia completamente clara. Con frecuencia se sienten fascinados por los que les son más diferentes, y en cuyos pechos no sienten esas debilidades femeninas, esos ex– traños sueños, esa piedad casi enfermiza de los seres y de las cosas, esa sed mística del dolor que es a la vez su fe– licidad y su tormento. La estada entre los Camaldulenses se prolongó hasta mediados de septiembre, y terminó con gran satisfacción del cardenal. Francisco se decidió a ir directamente a ver al Papa, que se encontraba en Orvieto, y a solicitar que Hugolino fuera como su protector oficial destinado a dirigir la Orden. ·Vino a su memoria un sueño que tuvo en otro tiempo: había visto a una pequeña gallina negra, que a pesar de sus esfuerzos no podía abrigar bajo sus alas a todos sus pollos. La pobre gallina era él; los polluelos eran sus her– manos. Ese suef.lo le pareció una indicación providencial ,

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