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220 Hermanos forzar a los mahometanos a perseguirles y a hacerles ganar la palma celeste. La longanimidad que demostró en un principio el Miramamolin, así como sus correligionarios, da una idea tanto más elevada de la ci– vilización y de las cualidades de esos Infieles, desde que sentimientos muy diferentes parecieron naturales en los vencidos de la llanura de Tolosa. Es imposible llamar predicaciones a las series de gro– seros apóstrofes que los misioneros dirigían a quienes que– rían convertir: en ese paroxismo, la sed del martirio se convierte en locura del suicidio. ¿Queremos decir que los hermanos Bernardo, Pedro, Adjuto, Accursio y Otón no tienen derecho a la admiración y al culto que se les ha rendido? ¿Quién se atrevería a afirmarlo? ¿El sacri– ficio no es siempre ciego? Para que un surco sea fecundo hay que regarlo con sangre, hay que regarlo con lá– grimas, con esas lágrimas que San Agustín llama la san– gre del alma. ¡Ah!, es un gran engaño inmolarse, porque la sangre de un solo hombre no podría salvar al mundo, ni a una nación; pero es un engaño mucho más grande el no inmolarse, porque entonces se deja que los demás se pierdan, perdiéndose uno mismo el primero. Recibid, pues, mi homenaje, Mártires de Marruecos; no lamentaréis, estoy seguro de ello, vuestra locura, y si por acaso algún razonable pedante, perdido en los bos– quecillos del paraíso, se os acercara para demostraros doc– toralmente que os habría valido más permanecer en vues– tro país, y fundar una honrada familia de labradores virtuosos, me figuro que el Miramamolin, que será allá en lo alto vuestro mejor amigo, se habrá dado el trabajo de confundirlo. Fuisteis locos, pero con locura que envidio, porque sentisteis que lo esencial, aquí abajo, no es servir a tal o cual ideal, sino servir con toda su alma el ideal al que uno se ha consagrado. Cuando algunos meses después el relato de ese fin glorioso llegó a Asís, Francisco sorprendió en sus compa– ñeros un movimiento de orgullo y les hizo por ello vivos