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217 lo que había pasado verdaderamente en aquel antro de la Sierra de Guadarrama? Santo Domingo llegaba así, él también, a la pobreza evangélica; pero el camino por el cual llegaba era muy diferente del que había seguido San Francisco; mientras que este último había llegado a ella de un solo impulso, viendo en ella la liberación definitiva de las preocupa– ciones que envilecen la vida, Santo Domingo sólo la con– sideraba como un medio; era para él un arma más en el arsenal de la milicia encargada de defender a la Iglesia. No hay que pensar aquí en un cálculo vulgar; su admi– ración por aquel al que imitaba y seguía de lejos, era sincera y profunda, pero no se copia al genio. Esta en– fermedad sagrada, él no la sufría; ha trasmitido a sus hijos espirituales una sangre robusta y sana gracias a la cual no han conocido esos accesos de fiebre alta, esos ímpetus sublimes, ni esos retornos súbitos que hacen de la historia de los Franciscanos la historia de la sociedad más atormentada que haya habido sobre la tierra. En el capítulo de 1218 tuvo muchos otros motivos de tristeza más que los murmullos de un grupo de descon– tentos; los misioneros enviados el año precedente a Ale– mania y a Hungría habían retornado completamente desalentados. El relato de los sufrimientos que habían pasado produjo tan grande efecto que desde entonces mu– chos hermanos agregaban a sus oraciones la fórmula: "Señor, presérvanos de la herejía de los Lombardos y de la ferocidad de los Alemanes". Eso nos explica cómo Hugolino terminó por convencer a Francisco del deber que tenía de tomar las medidas ne– cesarias, para no exponer otra vez a los Hermanos a ser expulsados como heréticos. Quedó decidido que al final del próximo capítulo, los misioneros se munirían de un breve papal que les serviría de pasaporte eclesiástico. He aquí la traducción de ese documento: "Honorio, obispo, servidor de los servidores de Dios, a los arzobispos, obispos, abates, deanes, archidiáconos y

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