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CAPITULO XIV SANTO DOMINGO Y SAN FRANCISCO MISION DE EGIPTO (VERANO DE 1218-0TOÑO DE 1220) El arte y la poesía han tenido razón de asociar in– separablemente a Santo Domingo y a San Francisco: la gloria del primero no es más que un reflejo de la del· se– gundo y juntándolos se llega a caracterizar mejor el genio del Poverello. Si Francisco es el hombre de la inspiración, Domingo es el de la obediencia a la palabra de orden, y se puede afirmar que su existencia se deslizó sobre los caminos de Roma, a donde acudía sin cesar en demanda de instruc– ciones. Por eso su leyenda fué lenta en formarse, aunque nada impidiera que se formase libremente; pero ni el celo de Gregorio IX por su memoria, ni la ciencia de los discí– pulos pudo hacer por el. Mariillo de los heréticos lo que el amor de los pueblos hizo por el Padre de los pobres. La leyenda de Domingo· tiene los .dos defectos que cánsan tanrápidamente a los lectores de escritos·hagiográficos, cuando se trata de santos cuyo culto ha sido impuesto por la Iglesia (1): está recargada de un sobrenatural de mala ley y de rasgos tomados sin discernimiento a las leyendas anteriores. El pueblo itaU.ano, que había salu- (1) Una prueba de la obscuridad en que quedó Domingo, mientras Roma no hizo su apoteosis, es que el cardenal J. de Vitry, que consagra a los hermanos predicadores todo un capítulo de su Historia Occidentalis (27, pág. 333), ni siquiera nombra al fundador. Esto es tanto más sig– nificativo desde que algunas páginas después, el capítulo dedicado a los Hermanos Menores está casi enteramente consagrado a la persona de San Francisco; ese silencio sobre Santo Domingo también ha sido notado y señala.do por Moschus, que no ha sabido cómo explicarlo. Ver Vita J. de Vitriaco, en la edición de Douai, 1597.

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