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209 tantes todo lo que sabemos de un hombre. Olvidamos años enteros de la vida· de quienes mejor conocemos y más hemos; amado, para agrupar nuestros recuerdos alrededor de algunos hechos salientes, que brillan tanto más cuanto más completa es la obscuridad a su alre– dedor. Las palabras de Jesús pronunciadas en cien oca– siones diferentes han terminado por juntarse, para formar un solo discurso, el sermón de la montaña. Es en tales momentos que la crítica tiene que ser muy deli– cada, y mezclar a la artillería pesada de los argumen– tos científicos, un poco de adivinación. Los textos son sagrados, pero no hay que convertirlos en fetiches; nadie hoy, a pesar de San :Mateo, se atreve a representar a Jesús pronunciando de una sola vez el sermón de la montaña. Lo mismo, en los relatos que poseemos de las relaciones de San Francisco y Hugolino, uno se halla a cada paso encerrado en callejones sin sa– lida, enfrentado a indicaciones contradictorias, si se las quiere hacer coincidir en dos o tres ocasiones. Con un simple arreglo de los textos esas dificultades desaparecen, y se ve a cada uno de los diversos :relatos aportarnos partes que, al ser reunidas y combinadas bien nos proporcionan una narración orgánica, viviente, psi– cológicamente verdadera. A partir del momento al que hemos llegado, hay que dar a Hugolino un lugar más grande que en el pasado: la lucha se inicia definitivamente entre el ideal francis– cano, quimérico quizás, pero sublime, y la política ecle-:– siástica, hasta el día en que en parte· por humildad, en parte por desaliento, Francisco, con la muerte en el alma, abdicará de la dirección de su familia espiritual. Hugolino retornó a Roma a fines de 1217. Durante el invierno siguiente, hállase su refrendata al pie de las bulas más importantes; consagró ese tiempo en estudiar sobre todo el problema de las Ordenes nuevas, y llamó a Francisco. Ya se ha visto con qué franqueza le declaró, en Florencia, que numerosos prelados hacían todo lo po-