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195 de sus pecados, después de haberse confesado y de haber recibido la absolución sacerdotal, obtengan la remisión de todos sus pecados, ya como pena, ya como culpa, en los cielos y sobre la tierra, desde el día de su bautismo hasta el día y la hora de su entrada en esa iglesia. Al oír estas palabras el Papa se sintió invadido por una nueva turbación. Algunos días antes había recibido las llaves misteriosas que simbolizan el poder de unir y desunir, de abrir y cerrar, y he ahí que el más humilde de sus hijos venía a conjurarle que abriera de par en par la puerta de la salvación y publicara un perdón inaudito. ¡Quién sabe si mientras su boca murmuraba una úl– tima objeción, y en el fondo de su corazón estallaba un canto de alegría infinitaµiente dulce, no pensó en otro anciano, en aquel Simeón que, .de pie en el umbral· del templo de Jerusalén, pudo apretar entre sus brazos al Deseado por las naciones, al Redentor del mundo! -No es costumbre de la curia romana -dijo- acor– dar tal indulgencia. -Señor -replicó Francisco-, lo que pido no soy yo quien lo pide, sino aquel de cuya parte vengo, el Señor Jesucristo. Y esta vez el Papa respondió en seguida: -'-SÍ, te concedo esa indulgencia. Este diálogo tuvo por testigos a muchos cardenales,· que habían guardado silencio. su emoción fué grande al oír las últimas palabras del Papa. Se arrojaron a so– correrle como si hubieran creído que el poder supremo le causaba vértigo: -Pero, Señor, si acordáis a este hombre semejante indulgencia, destruís la de la cruzada, y la de los santua– rios apostólicos perderá todo valor. -Se la hemos dado y otorgado -dijo Honorio- y no podemos volver sobre lo que está hecho; pero la modifi– caremos de manera que no se extienda más que a un día. Y haciendo que se le acercara, le dijo: -Desde ahora acordamos que quien acuda y entre a esa iglesia, bien arrepentido, y después de haberse con-

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