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192 que se puede trabajar y sembrar, orar y llorar sobre su propia labor sin que la simiente prospere. Hay puertas a· las cuales se puede llamar persistentemente pero que jamás se abren; aquel en cuya casa queréis entrar, os hace mil protestas de amistad, de respeto, de admiración, pero nunca está en su casa, ¿cómo podría hacer penetrar a los demás? ¿Qué le importaban a Francisco las burlas, las inju– rias., las persecuciones que tenía que sufrir con frecuen– cia? Los injuriadores de un momento se hacían al día si– guiente sus colaboradores o discípulos, y de sus almas subyugadas bien pronto se exhalaba un grito de arrepen– timiento, del amor y de la fe, ¿Pero qué no habría dado • porque los prelados que le prodigaban los más incómodos testimonios .de admiración ·acogieran con menos ·entu– siasmo a su persona y con más efusión a sus ideas? La elección de Honorio debió parecerle la respuesta del Santo Espíritu a su desaliento. ¿Esa elección no era indicio de que se habían exagerado los males de la Igle– sia? Dios tomaba en sus manos la causa de la pobreza. El anciano que iba a suceder a San Pedro ¿no era como un hermano Menor que había sabido conservar su cora– zón puro de toda avaricia? Tales son, sin duda, los sentimientos que agitaban a Francisco cuando volvió a tomar el camino de Perusa pocos días después del advenimiento del nuevo Pontí– fice. Caminaba alegremente, con la alegría clara y lu– minosa que sigue a las horas de tempestad cuando el cielo se ·serena bruscamente. Acompañado por el hermano Masseo, iba él también a pedir al nuevo Papa un regalo de feliz advenimiento. Deseaba obtener un favor sin precedente, creo, en los anales de la Iglesia; pero le sostenía la fuerza eterna– mente victoriosa de la fe. Durante la noche precedente, mientras oraba en su querida capilla de Nuestra Señora de los Angeles, su ini– ciativa le había sido dictada en cierto modo por Dios mismo. Había experimentado muchas veces que conver-

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