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187 Hay,en ello un dramático interés, porque se le ve haciendo con dolor y humildad la cuenta de sus vías y señalando a sí mismo y a sus sucesores el fin ideal. . La potencia terrestre del papado desaparece aquf, el Pontífice ya no está establecido para regir y gobernar, está establecido por encima de los reyes y de los pueblos para sufrir con ellos y sobre todo por ellos. La preemi– nencia del Pontífice romano se hace como una preemi– nencia de dolor. Pero, ¡ay!, no impunemente se eleva a tal altura mo– ral. La vida que Inocencio III hubiera necesitado para llevar a término su obra, le fué rehusada. Como Moisés, sólo de lejos pudo contemplar la tierra de promisión, pero al menos sucumbió con los ojos vueltos hacia ella. Seguro del apoyo que encontró en los representantes de las iglesias, salió de Roma en abril de 1216 y llegó a fines de mayo a Perusa. Su intención era recorrer la Toscana y la Alta Italia para reconciliar Génova y Pisa, y activar por todos los medios la cruzada decidida por el concilio. No ei'l, sin duda, presuntuoso pensar que Francisco, que tenía ardiente deseo de evangelizar a los infieles, se encaminó a Perusa para ponerse a las órdenes del sobe– rano pontífice. Habían pasado apenas algunas semanas cuando éste cayó gravemente enfermo y murió, probablemente a causa de una fiebre maligna. Ocurrió entonces una escena que arroja una luz bien triste sobre los personajes que formaban en aquel mo– mento lo que se ha convenido en llamar la familia pon– tifical. Cuando todos esos prelados que Honorio había colmado de honores y de obsequios estuvieron bien segu– ros que moriría, corrieron a sus intrigas y abandonaron al moribundo a la voluntad de una servidumbre desver– gonzada y egoísta. Hay que enterarse de estos hechos en quien fué tes-

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