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186 toriador ser desviado de la verdad por consideraciones racionales. En un primer momento parece increíble que en 1216, apenas seis años después que Inocencia III dispensó tan reservada ac-ogida a los doce pobres peregrinos de Asís, éstos hubieran visto sus palabras volar de boca en boca, y a sus ideas germinar profundamente en los corazones, para que el momento más solemne y más impresionante del pontificado de ese Papa hayan atraído las miradas del mundo religioso y aparecido como destinados a ser los salvadores de la Iglesia. Pues así fué en efecto. El concilio de Letrán, algunos meses antes, ofreció el espectáculo tal vez más imponente de todo el siglo XIII. Los setenta cánones que adoptó pueden ser considerados como la carta de la reforma religiosa en la Edad Media, y aún se siente, después de tantos siglos, la vida, el amor, el esfuerzo hacia Dios, palpitar en esos decretos en los que el Papa puso lo mejor de sí mismo. Alejados de sus diócesis o de sus abadías, arrancados desde hacía muchos meses a sus hábitos y a todas las influencias que traban la voluntad, los Padres del con– cilio entraron en completa comunión de ideas con el Pontífice. Subyugados, arrastrados y entusiasmados pudo parecerles un momento que recibían una nueva unción y que unidos al jefe visible de la Iglesia iban a ser capaces de todas las reformas. Hay que leer los sermones ordinarios de Inocencia III para sentir cómo se superó a sí mismo entonces. Apro– piándose de las palabras del Cristo a sus apóstoles: De– siderio desideravi manducare vobiscum noc pasea (he deseado vivamente comer con vosotros esta pascua) no tuvo más que expresar lo que sentía para alcanzar a una emoción sublime. Para comprender bien ese discurso hay que despreocuparse del detalle, hacer abstracción de todo su aparato alegórico, que hoy sorprende y detiene, para penetrar hasta su inspiración misma. Si así se procede, pronto se percibe el trabajo profundo que des– de 1198 se había operado en el pensamiento del Papa.