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183 Francisco hallaba parte de su alegría en la comunión. Tenía por el sacramento de la eucaristía un culto im– pregnado de efusiones indecibles, de alegres lágrimas, que ayudaron a algunas de las almas más bellas de la huma– nidad a soportar la fatiga y el bochorno de la jornada. La letra del dogma no era tan fija en el siglo XIII como hoy; lo bello, lo verdadero, poderoso, lo eterno que hay en la cena mística instituída por Jesús, entonces era algo vivo en todos los corazones. La eucaristía fué verdaderamente el viático de las almas. Como en otros tiempos los peregrinos de Emmaus, en las horas en que descienden las sombras de la tarde, en que vagas tristezas invaden el alma, en que despier– tan los fantasmas nocturnos y parecen alzarse detrás de cada uno de nuestros pensamientos, nuestros padres veían al divino y misterioso compañero dirigiéndose hacia ellos; bebían sus palabras, sentían que sus corazones se llena– ban de fuerza, todo su ser interior se tonificaba, y mur~ muraban de nuevo: "Quedad con nosotros, Señor, porque la tarde se acerca y el dí.a declina". Muy a menudo fueron escuchados.

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