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182 eran los más deseosos de mostrar a todo el mundo sus prácticas devocionales. "El pecador puede ayunar -decía entonces Francis– co-, puede orar, llorar, macerarse, pero lo que no puede es ser fiel a Dios". Palabras bellas que no serían indignas en la boca de aquel que vino a predicar el culto en es– píritu y en verdad, sin templo, sin sacerdote, o más bien en el que todo hogar será un templo y todo fiel un sacer– dote. El formalismo religioso, en cualquier culto del que se trate, adquiere siempre aspecto taciturno y afectado. Los fariseos de todos los tiempos se desfiguraron el rostro, para que nadie pudiera ignorar sus devociones: Fran– cisco no sólo no podía sufrir esos arrumacos de la falsa piedad, sino que colocaba la alegría y el júbilo en el nú– mero de los deberes religiosos. ¿Cómo estar triste cuando se tiene en el corazón un inagotable tesoro cle vida y de verdad, que no hace más que acrecentarse a medida que en él se .coge? ¿Cómo estar triste cuando, a pesar de tantas caídas, no se deja de progresar? Hay para el alma piadosa que crece y se desarrolla, una alegría análoga a la del niño, tan feliz al sentir que sus débiles miembros se fortifican y le per– miten cada día un esfuerzo mayor. Así, pues, la palabra "alegría" es la que viene con más frecuencia a la pluma de los autores franciscanos: el Maestro la había instituído uno de los preceptos de la Regla. Era demasiado buen general para no saber que un ejército alegre es siempre un ejército victorioso. Hay en la historia de las primeras misiones franciscanas esta– llidos de risa que suenan alto y claro. Se ha imaginado a la Edad Media como una época mucho más triste de lo que fué. Los hombres sufrían mucho en aquella edad, pero como la idea de dolor no se separaba nunca de la idea de penalidad, el sufrimiento era una expiación y una prueba, y el dolor considerado de esa manera pierde su aguijón; queda penetrado de luz y de esperanza.

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