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180 que un llamado a la conversión y a una vida superior. Eso puede interesar a enfermos, pero ni el corazón ni la conciencia quedan conquistados. Hay que manifestar en descargo de Antonio de Padua que sus relaciones con Francisco parecen haber sido muy poca cosa. En los discípulos de la primera hora, que tuvieron tiempo de penetrar hasta el fondo del pensa– mtento de su Maestro, hállanse pruebas de ese noble desdén de los maravillosos; sabían ellos demasiado bien que la alegría perfecta no está en pasmar al mundo con prodigios. devolver la vista a los ciegos, ni en resucitar a muertos de cuatro días, sino en el amor que va hasta la inmolación. Mihi absit gloriari nisi in cruce Domini (1). Así, el hermano Egidio pedía como una gracia al buen Dios de no hacerle hacer milagros; veía en ellos, como en la pasión por la ciencia, un cepo en que se dejarían coger los orgullosos y que desviaría a la Orden de su ver– dadera misión. Los milagros de San Francisco son todos actos de amor: cumplió los más numerosos en la cura de enfer– medades nerviosas, de esos desórdenes en apariencia in– explicables que hacen estragos en épocas de crisis. Sus miradas tan dulces, tan llenas de compasión y tan po– derosas también, que parecen ser como los mensajeros de su corazón, bastaban con frecuencia para hacer ol– vidar todo sufrimiento a los que le veían. El mal de ojo es una superstición menos estúpida de lo que se cree por lo común. Jesús tuvo razón al decir que basta una mirada para ser adúltero; pero hay tam– bién otra mirada, la de la contemplativa María, por ejem– plo, que vale todos los sacrificios porque los contiene a todos, porque nos da, nos consagra, nos inmola. Ese poder de la mirada queda embotado por la civi– lización; una parte de la educación mundana consiste en hacer mentir a nuestros ojos, en hacerlos atónicos, (1) "A Dios no -plazca que yo me glorifique i- 1 .e otra cosa que de la cruz de nuestro Señor Jesús-Cristo". Galatas, 6, 14. Es todavía hoy la divisa de los Hermanos Menores.