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175 de los labios, la oración formulada apenas es una forma inferior de la verdadera oración. Hasta cuando es sin– cera y atenta, y no una repetición maquinal, no es más que un preludio para las almas que el materialismo reli– gioso no ha matado. Nada se parece más a la piedad que el amor. Los formularios de oraciones son tan incapaces de decir las emociones del alma, como modelos de cartas de amor lo son para traducir los transportes del corazón apa– sionado. Para la piedad verdadera como para el amor profundo, la fórmula misma es ya una especie de pro– fanación. Orar es hablar a Dios, elevarnos a él para que él descienda hacia nosotros, es conversar con él. Es un acto de recogimiento, de reflexión, que supone los esfuerzos de lo más personal que hay en nosotros. Considerada en ese sentido, la oración es madre de todas las libertades y de todas las liberaciones. Que sea o no un soliloquio del alma consigo misma, ese soliloquio es siempre el fondo de poderosas individua– lidades. En San Francisco, como en Jesús, la oración tiene ese carácter de esfuerzo que la convierte en el acto moral por excelencia. Para conocer verdaderamente a tales hombres, sería menester poder acompañarlos, seguir a Jesús sobre las alturas a donde iba a pasar sus noches: tres privilegiados, Pedro, Santiago y Juan, le siguieron un día, pero para describir lo que vieron, todo lo que un viril sursum cord,a agregó al resplandor y a la misteriosa grandeza de aquel que ellos adoraban, se vieron obligados a recurrir a la lengua de los símbolos. Lo mismo ocurrió con San Francisco. Para él como para su Maestro, el término de la oración es la comunión con el Padre celeste, es el acorde de lo divino y de lo humano, o más bien, es el hombre que se esfuerza en cumplir la obra de Dios no diciéndole tan sólo un Fiat pasivo, resignado, impotente, sino valientemente: "Heme aquí, Señor, pronto a cumplir tu voluntad."

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