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164 mos esbozado de Francisco; uno no puede imaginarlo conservando en la Orden las distinciones tan profun– das que existían entonces entre los diversos rangos so– ciales, pero tenía esa urbanidad verdadera y eterna, que tiene sus raíces en el corazón, y qu,e no es más que una forma del tacto y del amor. No podía ser de otro modo tratándose de un hombre que veía en la cortesía una de las cualidades de Dios. Abordamos uno de los períodos más obscuros de su vida. Parece haber atravesado, después del capitulo de 1215, una de esas crisis de desaliento tan frecuentes en todos los que pretenden realizar en este mundo su propio ideal. ¿Había descubierto los signos anunciadores de las vicisitudes reservadas a su familia? ¿Comprendió que las necesidades de la vida iban a empañar y desflorar su sueño? No sabemos. Pero hacia ese tiempo tuvo nece– sidad de dirigirse a Santa Clara y al hermano Silvestre, para demandarles consejo respecto de las dudas y hesi– taciones que le asaltaban; sus respuestas le devolvieron la paz y la alegría: Dios por sus bocas le ordenaba con– tinuar en su apostolado. Se levantó en seguida y partió en dirección de Be– vagna, pueblo a unas dos leguas al sudoeste de Asís, con ardor tal como nunca se le había visto. Incitándole a per– severar, Clara le había en cierto modo inoculado un en– tusiasmo nuevo. Una palabra de ella había bastado para que recuperara todo su valor, y se halla, desde ese mo– mento, en su vida, mayor poesía y más intenso amor que antes. Marchaba lleno de alegría, cuando vió de repente una bandada de pájaros, separándose un poco del camino psrP ponerse en medio de ellos. En vez de levantar el vuelo, los pájaros le rodearon como para darle la bienvenida: -Pájaros, hermanos míos -les dijo-, debéis alaba¡;

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