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163 el crecimiento de las dos ramas de la Orden debía hacer necesaria su presencia en la Porciúncula y en San Da– mián. La rapidez e importancia de esas misiones no deben sorprender, ni hacer nacer escrúpulos críticos .exage– rados. Quien lo quería se hacía miembro de la fraterni– dad en algunas horas, y no hay que poner en duda la sinceridad de las vocaciones, porque tenían por condi– ción el abandono inmediato, en provecho de los pobres, de todo su haber y propiedades. Apenas recibidos estos nuevos hermanos recibían a otros a su vez, y a veces llegaban a ser, en la localidad en que se hallaban, jefes del movimiento. La manera cómo vemos pasar las co– sas en Alemania en 1221, y en Inglaterra en 1224, nos da un cuadro muy vivo de esa germinación espiritual. Para fundar un monasterio bastaba que dos o tres hermanos tuvieran a su disposición un abrigo cualquiera, de donde excursionaban por la ciudad y comarcas cer– canas. Sería, pues, igualmente exagerado hacer de San Francisco un hombre que pasa su vida fundando con– ventos y negar en conjunto las tradiciones locales que le atribuían la erección de unos cien monasterios. En muchos casos basta una simple observación para saber si esas pretensiones de antigüedad están justificadas: antes de 1220 la Orden no tuvo más que ermitas, por el estilo del Alverno, de las Carceri, de Greccio, de Poggio– Bustone, de Monte Casale y únicamente destinadas a los. hermanos que iban a pasar algún tiempo en retiro. Vuelto a Asís, Francisco admitió en la Orden a cierto número de hombres instruídos, entre los cuales quizás se contó Tomás de Celano. Este dice, en efecto, que el buen Dios quiso entonces acordarse de él, y agrega más lejos, con satisfacción ingenua: "El bienaventurado Francisco era de exquisita nobleza de corazón y lleno de discernimiento; así daba a cada uno lo que le era debido considerando con sabiduría en todos el grado de sus dignidades". Eso no concuerda m-qy bien co~ el carácter que he-

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