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154 El prelado que escribió que "la nuca de los reyes y de los príncipes se inclina a los pies de los sacerdotes" debió inclinarse ante esa mujer y levantar sus interdicciones. Habían resonado con demasiada frecuencia en San Damián los cantos de libertad y amor de San Francisco, para olvidarlo tan pronto y convertirse en un convento ordinario. Clara siguió rodeada de los primeros compa– ñeros del maestro: Egidio, León, Angel, Junipero, no de– jaron de ser sus huéspedes asiduos. Un día un hermano inglés, célebre teólogo, fué a predicar a San Damián, por orden del ministro. De golpe Egidio, aunque simple laico, le interrumpió: -Vamos, hermano, déjame hablar - le dijo. Y el maestro en teología, inclinando la cabeza, recogió su ca– pucho en signo de obediencia y se sentó para escuchar a Egidio. Clara sintió gran alegría; a él le pareció que Clara revivía los días de San Francisco. Ese pequeño ce– náculo se mantuvo hasta su muerte: expiró entre los brazos de los hermanos León, Angel y Junipero. En me– dio de los sufrimientos y de las visiones de la agonía, tuvo la suprema felicidad de verse rodeada por quienes habían consagrado su vida al mismo ideal que ella. En su testamento, su vida aparece como la hemos visto, un combate cotidiano en defensa de la idea fran– ciscana.. Se ve cuán valiente y audaz había sido aquella que es representada habitualmente como un ser frágil, demacrada, anónima, como flor de claustro. No sólo defendió a Francisco contra los demás, lo de– fendió contra él mismo. En esas horas sombrías del desaliento, que turban a veces tan profundamente a las almas más bellas, y esterilizan los más grandes esfuer– zos, Clara se encontró a su lado para mostrarle el camino seguro. Cuando Francisco dudó de su misión y pensó en huir hacia las alturas en que se ora solo, y en donde se reposa, fué Clara otra vez quien le mostró la cosecha que amarilleaba sin que hubiera segadores para cortarla, a los pueblos que se extraviaban sin pastor que los con-

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