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152 antes de que le fuera discernido oficialmente el cargo de protector de la Orden, lo ejerció con celo devorador. Sin– tió por Francisco y por Clara admiración sin límites, que manifestó muchas veces de manera conmovedora. Si hu– biera sido un hombre simple, habría podido amarlos y se– guirlos. Tal vez tuvo la idea de ello. Pero, ¡ay!, era príncipe de la Iglesia: no podía dejar de pensar en lo que iba a hacer si era llamado a dirigir la barca de San Pedro. Obró en consecuencia: ¿hubo cálculo de su parte o simplemente uno de esos estados de conciencia en que el hombre, preocupado del fin que ha de alcanzar, apenas si discute las vías y los medios? No lo sé; pero se le ve desde la muerte de Inocencio III, so pretexto de proteger a las Clarisas, ocuparse de su dirección, darles una regla, e imponer sus propias ideas sobre las de San Francisco. En el privilegio que concedió como legado el 27 de julio de 1219 en favor de Monticelli, no se nombra ni a Franbsco ni a Clara, y las Damianitas se trocan como una congregación de Benedictinas. Se verá más tarde la cólera de Francisco contra el hermano Felipe, celador de las Pobres Damas, que había aceptado ese privilegio en su ausencia. Su actitud fué tan firme que los otros documentos del mismo género, otorgados por Hugolino en la misma época, fueron con– firmados por el Papa sólo tres años más tarde. El ardor del cardenal· en aprovechar del entusiasmo que provocaban por todas partes las ideas franciscanas era tan grande, que en· los registros de su legación en 1221, hállase una especie de fórmula ya preparada, para las gentes que quisieran fundar conventos a ejem– plo de los de las Hermanas de San Damián; pero tam– bién se buscaría en vano en ese documento el nombre de Francisco o el de Clara. Sin embargo, aquel anciano sentía por la joven aba– desa una verdadera pasión mística; le escribía, y se deso~ laba de tener que estar lejos de ella, en frases que son grito:5 de amor, de respeto y de admiración.

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