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144 ca gustan los hombres comunes. ¡Qué indecible canto de alegría debió estallar en el corazón de Francisco al ver a Clara de rodillas, a sus pies, esperando con su ben– dición la palabra que iba a consagrar su vida al ideal evangélico! Quizás esa entrevista haya inspirado a otro santo, fra Angelico, la introducción en su obra maestra de los dos elegidos que, ya completamente iluminados por las claridades que surgen de la Jerusalén celeste, se besan antes de franquear su umbral. Como las flores, las almas poseen su perfume que jamás engaña. Con una sola mirada había podido Fran– cisco penetrar hasta el fondo de aquel corazón; era de– masiado bueno para someter a Clara a pruebas inútiles; era demasiado idealista para ser prudente y conformarse a las costumbres o a pretensas conveniencias: como para la fundación de la Orden de los Hermanos, sólo oyó a su conciencia y pidió consejo a Dios. Era su fuerza: si hu– biera dudado, o si se hubiera sometido simplemente a las reglas eclesiásticas, habría sido detenido veinte veces y nada habría hecho. El éxito es un argumento tan pode– roso, que los hagiógrafos no parecen darse cuenta hasta qué punto Francisco ignoró las leyes canónicas. El, sim– ple diácono, se arrogó el derecho de recibir los votos de Clara y tonsurarla sin ningún noviciado. Decidió que en la noche del Domingo de Ramos al Lunes Santo (18-19 de marzo de 1212) Clara abando– naría ocultamente el palacio paterno y acudiría, seguida de dos compañeros, a la Porciúncula, donde él la espe– raría y la haría tomar el velo. Ella llegó, en efecto, en el momento en que los her– manos cantaban maitines. Salieron, llevando cirios, en busca de la esposa, mientras en los bosques cercanos re– sonaban los cantos de alegría de aquellos nuevos espon– sales.. Después comenzó la misa, celebrada en el mismo altar en el que tres años antes Francisco oyó el decisivo lla– mado de Jesús; Francisco estaba arrodillado en el mismo

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