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143 de un fundador de Orden, cuando es escrita por religio– sos, se convierte siempre, por la fuerza misma de las cosas, como en un apéndice o una ilustración de la regla. Pero la regla, sobre todo si Ia Orden cuenta con millares de miembros, está hecha forzosamente no para una mi– noría selecta o escogida, sino para la media, para el nu– meroso rebaño. Así se explican los rasgos de ese retrato en que San Francisco aparece como un asceta huraño e intratable para el cual la mujer no fué más que una encarnación del demonio. ¡Se llega hasta decirnos que sólo conoció por su rostro a dos mujeres! Son exageraciones mani– fiestas, o más bien lo contrario de la realidad. No estamos reducidos a suposiciones para conocer a este respecto la verdadera actitud del profeta de la Um– bría. Celano da, sin pensarlo, detalles ya suficientes para corregir sus propios errores; existen, además, numerosos documentos cuyas indicaciones sueltas se corresponden y concuerdan de manera maravillosa y puramente ca– sual, dándonos casi todo lo que se puede desear conocer sobre las relaciones de esas dos almas excepcionales. Después de las predicaciones de Francisco en San Ru– fino, Clara tomó pronta decisión: se arrancaría a las vulgaridades de una existencia perezosa y fácil para ha– cerse sirvienta de los pobres; todos .sus esfuerzos sólo ten– derían a cumplir cada día un nuevo progreso en la vía real del amor y de la pobreza, y para ello no tendría más que obedecer a aquel que se la había revelado de golpe. Fué a verle y le abrió su corazón. Clara se ofreció a Francisco con esa exaltación hecha de candor y de deli– cadeza que es el don más bello de las mujeres, y a la que se entregarían con mayor facilidad si no adivinaran con demasiada frecuencia las asechanzas del escepticismo y de las bajas pasiones. Uno de, los privilegios de los santos es sufrir más que los demás hombres, porque sienten en su corazón más amante el eco de todos los dolores de la tierra, pero ex– perimentan también alegrías y delicias de las que nun-