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142 donarnos bruscamente ante la puerta del iconostasio, como invitándonos a franquearla. El suspiro misterioso de la naturaleza va a la unión de las almas. Ese· es el dios desconocido al cual se sacrifi– can los libertinos, paganos del amor; y ese sello sagrado, aunque semiborrado, cubierto por todas las manchas, ha– ce que el hombre licencioso no inspire tanta repulsión como el ebrio y el criminal. Se encuentra, sin embargo, almas -con más frecuen– cia de lo que se cree- tan puras, tan poco terrestres, que entran como por ensalmo en el lugar muy santo, y una vez en él, la idea de otra unión no sólo sería una caída, es una imposibilidad. Tales fueron los amores de San Francisco y de Santa Clara. Pero son excepciones. Esa suprema pureza tiene algo misterioso; es tan elevada que proponerla a los hombres es como hablarles en una lengua incomprensible, o algo peor todavía. Los biógrafos de San Francisco han sentido perfec– tamente el peligro de ofrecer a la masa el espectáculo de ciertas bellezas que sobrepasarían demasiado sus alcan– ces, y eso es para nosotros el gran defecto de sus obras. Tratan en ellas de darnos, no tanto la verdadera fiso– nomía de Francisco como la del perfecto ministro ge– neral de la Orden, tal como se lo imaginan, tal como debía ser para servir de modelo a sus discípulos; de ma– nera que han presentado ese modelo un poco a la medida de aquellos a quienes debía servir, omitiendo rasgos dis– persos que, tontamente interpretados, habrían podido su– ministrar elementos ala malevolencia de adversarios poco escrupulosos, o sobre los que no habrían dejado de bus– carse discípulos poco al corriente de las cosas espirituales para permitirse relaciones peligrosas. Las relaciones de San Francisco con la mujer en ge– neral, y Santa Clara en particular, han sido así alte– radas completamente por Tomás de Celano. No podía ser de otro modo, y no hay que reprochárselo. La vida

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