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CAPITULO IX SANTA CLARA La piedad popular en Umbría no separa jamás, y tiene razón, el recuerdo de San Francisco del de Santa Clara. Clara había nacido en Asís en 1194, y era, por lo tanto, doce años más joven que Francisco. Pertenecía a la noble familia de los Sciffi. A la edad en que se des– pierta y se conmueve la imaginación de una jovencita, oyó contar largamente las locuras del hijo de Bernar– done. Clara contaba dieciséis años cuando tuvieron lugar las primeras predicaciones del santo en la catedral, pre– sentándose de golpe como el ángel de la paz en aquella ciudad desgarrada por las disenciones intestinas. Sus llamamientos fueron para ella una revelación. Le pa– reció. que Francisco hablaba para ella, que adivinaba sus secretas tristezas, sus preocupaciones más íntimas, y todo el ardor y el entusiasmo que había en su seno de jovencita se precipitó, como un torrente que halla de golpe su curso, en el camino indicado por ~l. Para los santos como para los héroes, lo cordial por excelencia es la admiración de la mujer. Pero aquí, mái;: que en ningún otro caso, hay que re– nunciar a los juicios del vulgo que no puede comprender unión ·alguna entre hombre y mujer en que el instinto sexual no tenga alguna parte. Lo que hace de la unión de los sexos algo divino, es ser la prefiguración, el símbolo de la unión de las almas. El amor físico no es más que una chispa efímera, desti– nada a encender en los corazones la llama de un amor más durable; es el atrio del templo, no es aún el lugar muy santo; su inapreciable valor es precisamente aban-

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