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139 por una minoría íµfima y traicionado por quienes lo ro– deaban. Cuando se lee a los autores franciscanos se siente a cada instante que la radiosa belleza del modelo queda estropeada por las torpezas del discípulo. No podía ser de otro modo, y esta separación en~re el maestro. y los compañeros se revela desde los orígenes de la Orden. La mayor parte de los biógrafos ha arrojado el velo del ol– vido sobre las dificultades suscitadas por ciertos herma– nos, así como sobre las que provinieron de la jerarquía eclesiástica, pero no debemos ilusionarnos por ese silencio casi general. De tanto en tanto, como al azar, damos con indica– ciones tanto más preciosas porque son, por así decir, invo– luntarias. El hermano Rufino, por ejemplo, el mismo que sería su íntimo compañero de los últimos días, tomó poco después de haber entrado en la Orden una actitud como de rebelión. Le resultaba insensata la conducta de Fran– cisco que, en vez de permitir a los hermanos descansar a la oración, los dispersaba por todos lados para el ser– vicio de los leprosos. El ideal del hermano Rufino era la existencia de los anacoretas de la Tebaida, tal como la relataban las leyendas entonces tan populares de San Antonio, San Pablo, San Pacomio y veinte más. Pasó una vez la cuaresma en una de las grutas de los Car– ceri (1); llegado el jueves santo, Francisco, que también (1) Se designa con este nombre algunas grutas naturales muy exiguas, que se abren a mitad de la cuesta, en pleno bosque, sobre los flan– cos del monte Subaslo. Desde el hospital de los leprosos de Santa María Magdalena se llega a las Oarceri en dos horas de camino por senderos es– carpados y resbaladizos, en los que hasta las mismas cabras no se aventu– ran con mucha seguridad. Cuando se llega al lugar se siente uno como a mil leguas de la humanidad, tan numerosos son los pájaros que viven alli con toda tranquilidad. Francisco amaba esa soledad, y con algunos compañeros a ella se acogia muchas veces. En tales casos uno de ellos se encargaba de todas las preocupaciones materiales; luego, aislados cada uno en uno de los antros de la montaña, sólo prestaban atención duraµte algunos días a sus voces interiores. Esas pequeñas ermitas, bastante alejadas de las ciudades para no ser distraídos por ellos, y suficientemente cercanas de las ciudades como para poder acudir a ellas a predicar, se encuentran por todas partes por donde San Francisco ha pasado. Forman, también, como una serie de documentos sobre su vida, tan impor"bantes como los testimonios es– critos. Algo de su alma se halla aúü. en er,as caverm1s en medio de las

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