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131 tencia de un convento ordinario debió ser la vida en la Porciúncula. Tanta juventud, simplicidad y amor atraían viva– mente la atención. Desde todas partes se miraba hacia aquellas chozas en las que vivía una familia espiritual cuyos miembros se amaban más de lo que se ama sobre este mundo y llevaban una vida de trabajo, de alegrías y de abnegación. La humilde capilla parecía ya una nueva Sión desti– nada a iluminar el mundo, y mucha gente en sus sueños veía a la humanidad ciega acudir para arrodillarse ante ella y recuperar la vista. Entre los primeros discípulos que se unieron a San Francisco debe mencionarse al hermano Silvestre, el pri– mer sacerdote que ingresó en la Orden, el mismo que vimos el día en que Bernardo de Quintavane· distribuía sus bienes a los pobres. Desde entonces no había tenido ni un instante de tranquilidad, reprochándose con amar– gura su avaricia; pensaba en ello día y noche y veía en sus sueños a Francisco exorcizando a un abominable monstruo que infestaba a toda la comarca. Por su edad y por la clase de recuerdos que ha dejado, Silvestre se asemeja al hermano Bernardo. Fué lo que generalmente se entiende por un santo padre, pero nada revela que tuviese inclinación, tan franciscana, por las grandes empresas, por los viajes lejanos, por las misiones peligrosas. Retirado en una de las grutas de Carceri, absorbido por la vida contemplativa, daba en ocasiones consejos espirituales a los otros hermanos. El tipo del sacerdote franciscano es el hermano León. No se conoce exactamente la fecha de su entrada en la Orden, pero parece lo más probable que ingresó hacia el año 1211. De una ingenuidad encantadora, tierno, afectuoso, delicado, fué, junto con el hermano Elías, quien tuvo el mayor papel en los años obscuros en que el movimiento reformador se elaboraba. Llegó a ser confesor y secretario de Francisco, y fué tratado por éste como su hijo predilecto, provocando así

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