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130 de su recepción se creyó obligado a imitar hasta los ges– tos del maestro; cuando Francisco tosía, escupía o suspi– raba, él hacía otro tanto. Francisco terminó por notarlo, y se lo reprochó con dulzura. Más tarde se hizo'tan per– fecto que los demás hermanos le admiraban sincera– mente, y después de su muerte, que tuvo lugar poco tiempo después, San Francisco se complacía en contar los detalles de su conversión, y le llamaba siempre no hermano Juan, sino hermano San Juan. Junipero es todavía más célebre por sus santas locu– ras: un día fué a ver a un hermano enfermo y le ofreció sus servicios. El paciente confesó que tenía deseos de co– mer un pie de puerco: el visitante salió a escape y ar– mado de un cuchillo corrió al bosque cercano, donde vió una piara de cerdos, cortó una pata a uno y retornó al monasterio muy orgulloso de su trofeo. El dueño de la piara le siguió furioso, gritando eomo un condenado, pero Junipero lo recibió y le demostró con tanta volubilidad que le había hecho un gran servicio, que aquel hombre, después de haberle abrumado con soeces injurias, le pidió de repente perdón, sangró al cerdo y lo comieron en compañía de todos los hermanos. Junípero no era, sin duda, tan loco como lo haría suponer ese relato: la humildad franciscana nunca tuvo discípulo más sincero que él; no podía tolerar las prue– bas de admiración que muy pronto prodigaron a la Orden naciente las poblaciones de la península y que por su exceso contribuyeron tanto a su decadencia. Un día iba a entrar en Roma, cuando al saberse su llegada gran cantidad de gente salió a su encuentro. Era imposible escapar, pero tuvo de golpe una inspiración. Cerca de la puerta de la ciudad unos niños se colum– piaban sobre algunas tablas: con gran sorpresa de los romanos, Junípero se juntó a los niños y empezó a co– lumpiarse con ellos, sin prestar la menor atención a los saludos que le dirigían, y parecía tan absorbido en el juego que por último los devotos, indignados, se alejaron. Por todo ello se puede ver cuán diferente a la exis-