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129 y ser fiel, hasta el fin, al ideal de los primeros días; pero carecía ya de ese privilegio de los jóvenes, del hermano León, por ejemplo, de poder transformarse casi por com– pleto a imagen de aquel a quien tanto admiraba. Su fisonomía carece de ese rasgo de originalidad juvenil de fantasía poética que tanto encanta en los demás her~ manos. Hacia esta época entraron en la Orden dos hermanos, como los sucesores de San Francisco no recibieron más, y cuya historia arroja viva luz sobre la simplicidad de los primeros días. Hemos contado con cuánto fervor Francisco había reparado muchas iglesias; su solicitud llegaba más lejos; veía una especie de profanación en la negligencia con que se cuidaba a muchas; la suciedad de los objetos sa– grados, mal disimulada por los oropeles, le causaba una especie de sufrimiento, y a menudo solía, cuando iba a alguna parte para predicar, reunir secretamente a los sacerdotes de la localidad para conjurarlos a velar por la decencia del culto; pero también en ello no se contentaba con predicar tan sólo con palabras: se hacía con retamas escobas para barrer las iglesias. Un día, en los alrededores de Asís, cumplía esta tarea, cuando penetró un labriego que había dejado en medio del campo su arado y los bueyes para acudir a verlo: "-Hermano -le dijo al entrar-, dame la escoba y te ayudaré - y barrió el resto de la iglesia. "Cuando terminó: "-Hermano -dijo a Francisco-, desde hace mucho tiempo he querido servir a Dios, sobre todo desde que he oído hablar de ti, pero no sabía cómo hacer para encon– trarte. Ahora Dios ha querido que nos encontremos, y de hoy en adelante haré todo lo que te complazcas en ordenarme. "Francisco, al ver su fervor, tuvo gran alegría. Le pareció que con su simplicidad y su pureza llegaría a ser un buen religioso." Simplicidad debía tener demasiado, porque después

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